El libro «Golpe en el museo», del periodista Imanol Subiela Salvo, reconstruye los inverosímiles entretelones del robo de obras de arte más grande de la Argentina durante la última dictadura militar, cuando en la madrugada del 26 de diciembre de 1980 un grupo de ladrones vació la sala donde estaba la colección Mercedes Santamarina en el Museo Nacional de Bellas Artes, y se llevó siete objetos de porcelana y jade, además de 16 pinturas impresionistas de artistas como Matisse, Renoir, Gauguin y Cézanne.Un botín millonario, las sospechas de que los ladrones pasaron la noche de Navidad escondidos en el museo para poder concretar el golpe, una investigación por parte de la dictadura militar que incluyó torturas y detenciones ilegales a los empleados de la institución y la recuperación, muchísimos años después, de tan solo tres de aquellas obras, son los pormenores de un suceso casi olvidado de la historiografía local, que el autor recupera con los ribetes clásicos de un policial.
Pese a que el caso nunca fue resuelto, la hipótesis más firme se construyó alrededor de un canje por armas que la Junta militar habría realizado con un traficante taiwanés -necesario de cara a la inminente guerra en Malvinas- a cambio de las obras robadas.
El libro, publicado por Editorial Planeta, reconstruye la trama desde el momento en que el grupo de ladrones fue dejando tirados en el piso un reguero de marcos, de salida hacia una parte del museo que se encontraba en obra por ampliación, hasta el año 2005 -un cuarto de siglo después- cuando el excéntrico juez Norberto Oyarbide recupera en Francia tres de esas valiosas pinturas.
«Me gustaba la idea de trabajar una historia verdadera como si fuese una ficción, trasladarla al formato del policial clásico, donde presentás el crimen al comienzo y la trama te va acercando a la resolución, en parte porque la historia es bastante grandilocuente, bastante bizarra. Parece una historia de ficción pero esto es Argentina así que todo puede pasar. En este país hasta las cosas más fantasiosas son posibles», dice Imanol Subiela Salvo (Trelew, 1994) en una entrevista con Télam.
El caso del robo al principal museo de la Argentina sucedió hace más de 40 años y la mayoría de los involucrados ya no viven, como el sereno y el bombero que pasaban sus noches en el museo custodiando las obras: para la investigación, el autor acudió, entre otras fuentes, a lo que fue un proyecto de documental que nunca se concretó, de la cineasta Patricia Martín García, ya fallecida. Para no desechar todo el material que había conseguido -entrevistas con la mayoría de los involucrados-, la directora de cine compiló todo ese trabajo en un libro que llamó «Pasaporte al olvido. El caso del robo al Bellas Artes», del que hizo unas pocas copias y repartió en forma gratuita. Junto con una exposición del artista y curador Santiago Villanueva, dedicada a este mismo caso, en el año 2020 en la galería Isla Flotante, Subiela se adentró en los detalles de esta historia de película, asombrosa y oscura, pero que es parte de la realidad argentina, «legendaria ya por sus ribetes de ficción siniestra», escribe María Gainza en la contratapa del volumen.
El libro, que lleva por subtítulo «La historia del robo de obras de arte más grande de la Argentina durante la última dictadura militar», es en definitiva la reconstrucción de un archivo, y un simbolismo de cómo la dictadura utilizó los bienes públicos y culturales para llevar adelante sus políticas represivas, además de ser una muestra eficaz de que la ficción se hospeda en la realidad.
«El gobierno militar no se limitó únicamente a reprimir, torturar, secuestrar y desaparecer a personas, sino que además permitió el robo a instituciones artísticas, como ocurrió también en el Museo de Arte Decorativo Firma y Odilo Estévez, en Rosario», escribe el autor en el prólogo, con la referencia a otro caso de la época vinculado a un museo.
De cara a la investigación, las fuerzas de seguridad de la dictadura tenían la potestad de actuar sin autorización del poder judicial, por lo que comenzaron las torturas y detenciones ilegales de los empleados del museo -picana incluida- para obtener confesiones alrededor del robo, sin ningún resultado. Los primeros subinspectores asignados a la investigación se harían «famosos» unos años después por integrar la banda que secuestró y asesinó al empresario Osvaldo Sivak en 1985.
Los únicos sospechosos desde la mirada de la justicia -los dos custodios que estaban la noche del atraco- fueron sobreseídos y luego, con la recuperación democrática, el robo del 1980 pasó al olvido y así estuvo durante décadas.
«Hay un momento clave en esta historia -continúa Subiela Salvo- que es cuando en el año 2001 una misteriosa mujer de supuesta nacionalidad alemana llamada Gabriella Williams -nada indica que ese sea su nombre real- ingresa a la casa de subastas Sotheby’s a pedir la tasación de un lote de 16 pinturas impresionistas que planeaba comprar. La respuesta de la subastadora fue que, según Interpol, habían sido robadas en 1980 al museo de Bellas Artes de Argentina. Y esta persona revive la causa y hace que se empiece a tejer la trama de lo que había sucedido porque hasta ese momento nadie sabía nada».
A partir de este punto -tal como va enhebrando el autor en estas páginas- la trama se complejiza aún más ya que la tasación de las obras se había realizado en Taipéi, capital de Taiwán, donde se encontraba el empresario que ofrecía venderlas a la supuesta heredera alemana y, en su trabajo de tasación, Sothebys involucró a Art Loss Register, una empresa inglesa que lleva el registro de obras de arte robadas, denunciadas o desaparecidas en el mundo. El negocio, comandado por un inglés llamado Julian Radcliff, era gestionar la recuperación de las obras a cambio de un pago. En 2001, cuando el primer ministro inglés Tony Blair visita la Argentina, Radcliff llegaba como parte de la misma comitiva para reunirse con el entonces director del Museo de Bellas Artes, Jorge Glusberg, para que éste lo autorice a ir detrás de las piezas robadas, en nombre del Estado argentino.
Son las pesquisas de Radcliff las que arribaron a la conclusión de que los cuadros habían sido intercambiados por equipamiento militar gracias a mediaciones del gobierno de Surinam, y que estaban en manos de un empresario taiwanés vinculado al tráfico de armas, llamado Arthur Lung. «Si Imanol hubiera imaginado esta historia sería catalogada como un desborde creativo», nos recuerda María Gainza desde la contraportada del libro.
Cuando en el año 2003 el juez Oyarbide recibe la causa reabierta, la investigación apunta a la banda de Aníbal Gordon (1930-1987), ex integrante de la Triple A de López Rega, del Batallón 601 de Inteligencia del Ejército y activo miembro de grupos de tareas en los años de plomo, pero éste ya hacía años que había muerto en la cárcel, por su actuación en el el centro clandestino de detención Automotores Orletti. Los posibles culpables ya estaban muertos.
Tres de las pinturas -de Renoir, Gauguin y Cézanne- aparecieron tiempo después en una galería de arte francesa -escándalo judicial internacional mediante, que incluyó a la Argentina, Reino Unido, Francia y Taiwán- hasta que finalmente la justicia francesa resolvió que fueran devueltas al Museo de Bellas Artes. En ese momento, el puñado de obras recuperadas tenían un valor por encima del millón de dólares.
Dos obstáculos apuntan a que el robo nunca será resuelto, si se quisiera avanzar la investigación hacia la pista taiwanesa: «Argentina no reconoce a Taiwán como Estado independiente y lo otro que según lo que comunicó la oficina comercial y cultural de Taiwán no existe nadie en ese país que se llame Arthur Lung, el nombre como trascendió el empresario vinculado al tráfico de armas que poesía las obras en su poder», cuenta Subiela Salvo.
En la actualidad, dice el autor, las pinturas de Renoir, Cezanne y Gauguin, «son tres obras más, perdidas dentro de una colección gigante, exhibidas en una pequeña sala en la planta baja del museo. Y «todo lo que no se resolvió -o no se supo hasta ahora- sobre este robo es probable que así vaya a quedar», concluye el autor.