por qué necesitamos profesionales que piensen más allá de la programación


Mi historia comienza muy lejos de donde me encuentro hoy. En los años 80, era simplemente un niño fascinado por un ColecoVision, descifrando pixeles y soñando con mundos digitales cuando la mayoría apenas vislumbraba el potencial de aquellas primitivas máquinas. No existía un manual de instrucciones para convertir esa pasión en profesión; no había un camino trazado entre esos juegos y un asiento en un consejo asesor internacional.

Los años pasaron y mi trayectoria parecía errática para observadores externos. Estudié derecho cuando todos esperaban que me inclinara hacia la ingeniería. Exploré las humanidades mientras mis contemporáneos se especializaban agresivamente. Cada decisión era recibida con miradas escépticas y advertencias bien intencionadas: «Estás perdiendo el tiempo,» «necesitas enfocarte,» «el mercado no valora los perfiles generalistas,» “dedicate a derecho de familia, derecho administrativo”, me decían.

Mi carrera profesiona comenzó en un estudio jurídico tradicional, alejado aparentemente de aquella fascinación tecnológica infantil. Las noches las dedicaba a explorar el incipiente mundo digital, estudiando por cuenta propia lenguajes de programación y siguiendo debates sobre privacidad en los albores de internet. Parecían mundos irreconciliables.

En 2000 marcó un punto de inflexión global. Mientras la burbuja tecnológica estallaba y muchos cuestionaban el futuro digital, yo percibía algo diferente: no era el fin de una era, sino el principio de una transformación profunda que requeriría nuevos guardianes en la intersección entre humanidad y tecnología.

No fue un camino fácil ni directo. Cuando decidí reorientar mi práctica legal hacia temas digitales, las oportunidades eran escasas. Los clientes preferían abogados tradicionales o especialistas técnicos puros. Mi perfil híbrido generaba desconfianza. «¿Sos programador o abogado?» preguntaban, como si ambos mundos fueran incompatibles.

Hackers, hackeos, ciberdelincuentes. Foto Pexels

La perseverancia se convirtió en mi único aliado. Mientras mis colegas y amigos progresaban en carreras convencionales, yo navegaba territorios inexplorados, conectando disciplinas que nadie consideraba relacionadas. Durante años, acepté casos pro bono para construir experiencia, escribí artículos que pocos leían, y organicé talleres donde a veces solo aparecían tres personas.

Lo que muchos no entendían entonces era que el mundo eventualmente necesitaría puentes entre disciplinas. La digitalización acelerada de cada aspecto de nuestras vidas no solo requería expertos técnicos, sino también traductores culturales que pudieran proteger lo humano en medio de la revolución tecnológica.

Gradualmente, los casos comenzaron a llegar. Primero fueron consultas ocasionales sobre protección de datos, luego sobre delitos informáticos, y eventualmente, asesoramiento estratégico a empresas navegando territorios inexplorados. El perfil que antes parecía demasiado diverso o indefinido se convirtió en una ventaja competitiva única.

Hoy, cuando miro atrás desde mi posición actual, veo con claridad que cada aparente desvío fue en realidad un paso esencial. Mi fascinación infantil por los videojuegos me dio intuición sobre interfaces digitales. Mis estudios humanísticos me permitieron entender las implicaciones éticas de las nuevas tecnologías. Mi formación jurídica tradicional me brindó herramientas para establecer marcos de protección.

Ese intersticio que vislumbré hace más de dos décadas —la convergencia entre tecnología, humanidades y derecho— se ha convertido hoy en el campo de batalla más crítico para nuestra civilización. Lo que antes parecía una preocupación abstracta es ahora una emergencia cotidiana.

La superficie de ataque, cada vez más grande

Todo conectado: cómodo, pero peligroso. Foto: ShutterstockTodo conectado: cómodo, pero peligroso. Foto: Shutterstock

La superficie de ataque digital se expande a un ritmo vertiginoso. Cada nuevo dispositivo conectado, cada aplicación, cada interacción en línea representa una potencial vulnerabilidad. En 2025, transitamos autopistas digitales de alta velocidad con normativas creadas para carruajes. Según proyecciones basadas en estudios de ResearchGate, el ciudadano común posee en promedio más de 9 dispositivos conectados, desde electrodomésticos hasta wearables, cada uno generando y transmitiendo información sensible constantemente. Este incremento desde los 3.6 dispositivos por persona registrados en 2023 refleja la acelerada digitalización de nuestra vida cotidiana.

Los ciberataques ya no son eventos excepcionales sino constantes asedios. Las estadísticas son alarmantes: se proyecta que el costo total del cibercrimen alcanzará los $10.5 billones para 2025, una cifra que refleja el impacto económico devastador de estas amenazas. Las brechas de datos exponen información crítica de millones de personas constantemente, y la mayoría de las víctimas ni siquiera llegan a enterarse. Esta realidad subraya que estamos enfrentando no solo incidentes aislados, sino una industria criminal sofisticada con un impacto económico global sin precedentes.

Esta nueva realidad requiere especialistas que entiendan tanto el código informático como el código legal y ético que debe gobernarlo. Necesitamos defensores que puedan identificar vulnerabilidades técnicas mientras articulan marcos regulatorios que protejan derechos fundamentales. La ciberseguridad ya no es solo un asunto técnico sino un imperativo social y humanístico.

Cuando analizo casos recientes de ataques sofisticados a infraestructuras críticas, identifico patrones que van mucho más allá de simples fallos técnicos. La mayoría de las vulnerabilidades explotadas nacen de la incomprensión cultural sobre cómo interactuamos con la tecnología. La ingeniería social sigue siendo el vector de ataque más efectivo precisamente porque explota no las debilidades del código, sino las brechas en nuestra comprensión humana del mundo digital.

Los engaños vía redes sociales son cada vez más comunes. Foto APLos engaños vía redes sociales son cada vez más comunes. Foto AP

Por eso sostengo que el enfoque puramente técnico de la ciberseguridad está destinado al fracaso. Necesitamos un abordaje interdisciplinario que combine análisis técnico riguroso con comprensión profunda del comportamiento humano y marcos legales adaptables. El especialista del futuro no será solo programador, ni solo abogado, ni solo psicólogo, sino un profesional capaz de navegar fluidamente entre estas disciplinas.

En Argentina, esta necesidad es particularmente acuciante. Nuestras infraestructuras críticas —desde sistemas energéticos hasta redes sanitarias— operan con sistemas heredados vulnerables a ataques cada vez más sofisticados. Nuestra legislación, aunque ha avanzado, sigue adaptándose reactivamente a un panorama de amenazas que evoluciona exponencialmente.

A quienes hoy se forman en cualquier disciplina, les urjo a mirar más allá de los límites tradicionales de su campo. La división artificial entre «carreras técnicas» y «humanísticas» es un vestigio del pasado que no responde a las necesidades de nuestro presente hiperconectado. El futuro pertenece a quienes puedan tender puentes entre saberes aparentemente distantes.

Mi camino personal, que alguna vez pareció errático, terminó posicionándome exactamente donde el mundo necesitaba especialistas: en ese espacio intermedio donde convergen tecnología, humanidad y derecho. Lo que antes era una rareza es ahora una necesidad imperiosa.

En este contexto de vulnerabilidad digital creciente, la perseverancia en seguir caminos no convencionales no es solo una virtud personal, sino una necesidad social. El mundo necesita urgentemente profesionales que se atrevan a habitar esos intersticios disciplinarios donde se gestarán las soluciones a los desafíos más apremiantes de nuestra era digital.

El artículo es una adaptación del autor de esta entrada original.

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