El bonus del capítulo ha sido la caída del régimen de Bashar al Assad en Siria, aunque ahí las cosas son más diversas debido a que esa tiranía, si bien formaba parte íntima del patio trasero iraní, también era un significativo aliado de Rusia. A su vez Moscú es un gran amigo del actual Ejecutivo israelí al punto que ha evitado hasta ahora condenar la barbarie del Kremlin en Ucrania.
Hamas, el autor de aquel ataque, el peor que ha sufrido el pueblo judío desde el Holocausto, está descabezado y claramente disminuido, aunque retiene controles en el enclave y capacidad negociadora con Israel. Lo que resta de esa organización ultraislámica lo debería neutralizar la política, una visión que comparten quienes sostienen que ya no hay espacio ni necesidad para la opción militar. Esa opinión sugiere que Israel repita su historia como después de la guerra de 1973 con Egipto o más tarde con los acuerdos Abraham que permitieron normalizar las relaciones con la mayoría de los países árabes pro occidentales.
La cuestión no es conciliar con Hamas, sino con esas estructuras políticas del vecindario que se harían cargo del enclave palestino y de su gente sin la banda terrorista. Pero el gobierno de Benjamín Netanyahu, en cambio, profundiza una guerra de perfil arrasador e implacable que se ha convertido tanto en una trampa militar y política como un bumerán que vuelve sobre Israel.
El aislamiento del país es por momentos extraordinario y últimamente agravado por la tragedia de los civiles baleados mientras buscan alimentos en un laberinto de asistencia que por momentos acaba en virtuales emboscadas. No debe sorprender el reproche generalizado por una hambruna creciente y visible, sobre la cual Israel culpa a Hamas, aunque en cualquier caso no debería eludir el deber moral de resolverla en todas las instancias.
Sobrevuela ahora más que antes el discurso pronunciado en agosto pasado en la Conferencia Katif para la Responsabilidad Nacional por el ministro de Economía israelí, el ultrarreligioso Bezalel Smotrich. Allí soltó que “puede ser justo y moral matar de hambre y sed” a los dos millones de habitantes de Gaza para lograr la liberación de los rehenes israelíes en manos de Hamas. También ahí aseguró que Israel debía tomar el control de la distribución de la ayuda dentro de Gaza.
Así sucedió. La organización a cargo del reparto de alimentos es una estructura opaca de tono paramilitar, The Gaza Humanitarian Foundation, (GHF) registrada por un pastor evangélico en Delaware apenas dos semanas después de que Donald Trump regresara al poder. Funciona respaldada por EE.UU. y el gobierno de Netanyahu en relevo de la que antes conducía plenamente la ONU.
Días atrás, parte de los más importantes aliados históricos de Israel en el Norte mundial, entre ellos Gran Bretaña e Italia, junto a otros 23 países, denunciaron lo que sucede como una barbarie innecesaria. “Condenamos el goteo de ayuda y el asesinato inhumano de civiles, incluidos niños, que intentan satisfacer sus necesidades más básicas de agua y alimentos. Es espeluznante que más de 800 palestinos hayan muerto mientras buscaban ayuda. La denegación por parte del Gobierno israelí de asistencia humanitaria esencial a la población civil es inaceptable”.
La nota resumió un clamor global para detener un conflicto que parece reproducir la pesadilla de la Bucha ucraniana, la ciudad en manos de la soldadesca sanguinaria rusa que escandalizó al mundo en el primer año de aquella otra guerra. Ese reproche no tiene ninguna relación con la plaga del antisemitismo que sí existe, pero que se denuncia a veces con la intención oportunista de censurar lo que realmente sucede en este conflicto y en esa región.
¿Gaza sin palestinos?
La ausencia de una salida a este extraordinario abismo se debe a las ambiciones de una minoría en el poder del país hebreo que, tras el brutal atentado de Hamas, politizó la crisis detrás de una alucinada noción de construir el mítico Gran Israel desde el Mediterráneo al Jordán. El diario Financial Times publicó semanas atrás una investigación que reveló una tarea encomendada por empresarios israelíes a la Boston Consulting Group y con la presencia de miembros del Instituto Tony Blair, para determinar los costos de una operación para migrar a los habitantes de la Franja.
Era en los momentos que Trump aludió al proyecto de una fastuosa “Riviera” turística en el enclave, incluso con islas artificiales. El documento de conclusiones de esos asesores llegó a sostener que la devastadora guerra en Gaza había “creado una oportunidad única en un siglo para reconstruir Gaza desde los principios básicos… como una sociedad segura, moderna y próspera” y, por supuesto, sin palestinos.
Poco después de la última y tercera visita de Netanyahu a la Casa Blanca este mes para reunirse con Trump, el portal Axios reveló que el director del Mossad, David Barnea, viajó a la capital norteamericana en busca de ayuda de EE.UU. para convencer a tres países, Etiopía, Libia e Indonesia, para que acepten recibir a los habitantes de la Franja. Barnea informó al enviado a Oriente Medio de Trump, Steve Witkoff, que Israel ha estado dialogando con esas naciones, y EE.UU. debería ofrecer “algún tipo de incentivos” para ayudar a persuadirlos. Witkoff no se comprometió, y no está claro si EE.UU. aceptaría intervenir.
Sucede que esa iniciativa fantástica habría sido archivada por la Casa Blanca, en gran medida por la seducción de las coronas árabes que, se afirma, convencieron a Trump de la necesidad de hallar una solución para el conflicto palestino y entregar el territorio a un consorcio de países árabes que se ocupen de la reconstrucción.
En esa dimensión conviene instalar la inusual visita que el embajador de Estados Unidos en Israel, Mike Huckabee, un aliado vertical de Netanyahu, realizó al gobierno de la Autoridad Palestina en Ramallah. La primera vez que un diplomático nombrado por el magnate republicano expone semejante gesto que habrá generado muchas incógnitas en el gobierno israelí. El mensaje sería algo así como nada sin los palestinos. Sería consecuencia de la visión transaccional de Trump que ha recibido una promesa de enormes inversiones de parte de Qatar (el reino que le regaló el avión), Emiratos y especialmente de Arabia Saudita.
Como señalan Marc Lynch y Shibley Telhami –docente de la universidad de Maryland y miembro del Brooking Institution, respectivamente–, en Foreign Affairs, “Trump parece inclinarse hacia una perspectiva sobre las cuestiones regionales similar a la de los líderes de los Estados del Golfo, que priorizan la estabilidad y necesitan mostrar a su pueblo algún progreso en la cuestión palestina para justificar una mayor cooperación”. Léase, en el caso de Riad, el establecimiento de relaciones con Israel, un paso clave junto con la salida estatal palestina que consolidaría el liderazgo regional del príncipe saudita Mohamed bin Salman, una ambición y personaje nada secundario en esta crisis.
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