La alegría de las vacaciones: vamos a la playa oh oh oh
Para mucha gente la palabra “verano” se asocia inmediatamente al concepto “playa”. Para otro tipo de gente, como yo, la palabra “verano” se asocia a calor, transpiración, ventilador que no alcanza, aire acondicionado que te enferma los pulmones y un deseo irrefrenable de mudarme a Groenlandia.
Ahora bien: dentro de los que gustan de la playa, hay como dos grandes vertientes: Están los que les gustan esas playas desérticas y tranquilas, tan tranquilas que ni la playa va por ahí, y otros que van al medio del bolonki, ahí donde van todos los que le gusta estar como en el Sarmiento en hora pico pero en malla y baldecito. (Aclaro, en estos tiempos de tanta sensibilidad, que no hablo del que va porque no tiene alternativa, sino de quien va porque le gusta).
En esas playas atestadas, la gente no va a tomar sol: va a tomar gente. Es tal la proximidad que te bronceás con el reflejo de la piel del de al lado tuyo. Y cuando la temporada viene bien, se han dado casos en los que los guardavidas han tenido que rescatar a más gente de entre la arena que del agua.
Y después de estar un rato, el aroma de la playa es una mezcla de Sapolán y lobo marino en celo. Y al mediodía, cuando se abren las conservadoras para almorzar, ya las fragancias incluyen huevo duro, tomate pasado y cerveza derramada…
Ojo: hay gente que hace esfuerzos realmente estóicos para disfrutar: va a las 8 de la mañana a “guardar un lugar” porque sabe que a las 3 de la tarde ya no hay posibilidades de conseguir ni un milímetro donde poner ni una sombrillita de plástico de trago largo.
Y así y todo disfrutan de lo que sucede a su alrededor: los nenes que a pesar de la falta de espacio se las ingenian para jugar un picado al fútbol, destrozando termos, anteojos de sol y paciencias; esas sillitas plegables re petisas que tienen el borde de aluminio que cuando la pateás descalzo te tienen que amputar tres dedos, y que no sé cómo hace la gente que se sienta para volver a levantarse; el sonido distorsionado de los artistas callejeros entre los que se encuentran desgañitados folcloreros y chistosos con chistes más antiguos que la Familia Peralta Ramos. Y los sonidos chirriantes de los videos que miran la gente en el celu, más el constante clink clink clink de los mensajes de texto, que se fusionan con el trap del bluetooth de los muchachotes y el llanto desconosolado de los bebés que no tienen hambre, sino que quieren silencio.
Pero no hay silencio. Es casi imposible escuchar las olas del mar, porque, como si pudiesen elevarse y caminar en el aire sin pisar gente, también pasan los vendedores ambulantes de churros, café, barrilletes, barrenadores, panchos, medias, relojes, paraguas, gaseosas, cervezas, leche chocolatada, artesanías, repuestos de autos, matafuegos y hasta silobolsas.
Más personajes adorables: los niños que gritan, los niños que te tiran la pelota, o la palita, o el helado. La madre del niño que te pide perdón, y el padre del nene que te mira con cara de “devolvé la palita o sos boleta”. Y el infaltable niño que se pierde y es paseado en andas mientras todos aplauden y el niño llora. Siempre me pregunté qué pensará el niño: ¿me aplauden porque me perdí?
Y usted no ha estado en una de esas playas si no tuvo que lidiar con los vendedores de rifas, la señora que te pasa a tomar la presión, los mangueros, el de la sombrilla de al lado que te quiere dar charla de política, el del al lado que sacude la lona y te baña en arena y esa gente irrespetuosa de tu burbuja que se ubican extremadamente cerca tuyo, casi piel contra piel, aliento contra aliento, escarbadiente contra escarbadiente, y no les importa cuan mal los mires como para “correte que hay más lugar”, no se van a correr.
Vos te vas a correr para generar una zona neutral, que tarde o temprano volverá a ser invadida, momento en el cual se recomienda traer al pibe del agua y que se seque sacudiendo el lomo, como los perros.
Mientras tanto, en su playa solitaria, el veraneante arisco tiene sed, pero no hay un vendedor de líquido en 170 kilómetros a la redonda, y el único kiosco, que cierra en media hora, está a 3 horas de lomo de burro. Y se la banca, y se dice para si mismo que está disfrutando. Claro: se lo dice para si mismo porque no hay nadie más con quien compartirlo.
Y llega la hora de volver a casa y ahí van: los ekekos cargadores de sombrillas, conservadoras, termos, sillas plegables, lonas, toallas, ropa mojada y niños, en un éxodo que se repetirá mañana y pasado y pasado, a menos que llueva.
En la playa solitaria, el veraneante arisco se va y no lo saludan ni los caracoles.
Por eso, si me dan elegir, en verano yo elegiría la playa. Pero no la playa de mar o río. La playa de estacionamiento de un hotel en Alaska. Eso sería pasar un buen verano para mi. Y para el dueño del hotel de Alaska…