La crisis de legitimidad de la casa común


Atravesamos una transformación antropológica mayor. ¿Qué significa? Que viene cambiando a pasos acelerados nuestra forma de estar en el mundo. Aquello que conocimos como “sociedades modernas”, con sus aspiraciones humanistas solo moran en nuestro tiempo como remanente o inercia. Las aspiraciones al progreso, al incremento del saber y la ciencia, a la paz mundial, pero también el reconocimiento de las minorías, las conquistas laborales, la cercanía con una cierta imagen del bien común, incluso el deseo revolucionario, dieron todo lo que pudieron, pero hoy se agotan las condiciones que los hicieron posibles. ¿Esto quiere decir que nada de eso puede ser recuperado, resignificado o incluso relanzado? No exactamente. Pero no podemos asumir los desafíos del presente mirando a través del espejo retrovisor. La crisis que atravesamos a todo nivel es, en el plano político, una crisis de legitimidad de lo público, y, más ampliamente, de la posibilidad de lo común. Parece imponerse el descrédito o el desinterés, incuso el rechazo o el resentimiento contra toda instancia que encarne alguna forma de socialización. La administración de los bienes comunes, la distribución de la riqueza, las mediaciones destinadas a procesar la conflictividad, comparecen ante el juicio inmediato, incluso emotivo, de un sentido común peleado con la moral progresista. Se trata de una crisis profunda de instituciones que se corresponde con la ruptura de las tramas sociales y solidarias, el desdibujamiento incluso de costumbres y códigos que otrora sirvieron como sostén de la vida colectiva.

La hipótesis de nuestros adversarios y de nuestros enemigos consiste en afirmar que ninguna mediación es necesaria, que toda institucionalidad orientada por una cierta imagen del bien común o del interés general supone un grado de arbitrariedad inadmisible, rayana del autoritarismo y la criminalidad. En Argentina, de hecho, ganó las elecciones un personaje que llama al Estado “una organización criminal”. Sin perjuicio de considerar a ese personaje el jefe de la banda criminal, es imperioso tomar en serio no el contenido de la afirmación, sino las condiciones que hacen posible su eficacia. Las instituciones estatales, hijas de la modernidad, las instituciones intermedias, surgidas en el marco de una disputa con las anteriores, pero siempre dentro de los parámetros modernos, incluso las organizaciones sociales y populares desde abajo, pasaron de representar valores evidentemente positivos a restar vergonzantes ante la mirada y el escarnio de una parte llamativamente voluminosa de la sociedad.

 ¿Pero hay “sociedad” sin un horizonte de bien común? Las nuevas tecnologías digitales y los dispositivos políticos contemporáneos parecen homologarse con la famosa sentencia de Margaret Thatcher, según la cuál “la sociedad no existe, existen los individuos y las familias”. Es decir que hay una tendencia, tanto desde el punto de vista de los procesos materiales autonomizados (tecnológicos, económicos, tecnocientíficos) como desde el punto de vista subjetivo, anímico, conductual, que empuja en esa dirección. Hay quienes avizoran un mundo de grandes beneficiarios que señorean y nuevos vasallos que obedecen o se la rebuscan. Por otro lado, las transformaciones en los modos de producción de valor y en los formatos laborales acompañan esa tendencia y ponen un nuevo desafío a la organización de quienes experimentan la explotación cada vez más intensiva. Por ejemplo, en la Argentina de hoy, aceptar que el único modo de parar la olla es duplicar las horas de trabajo, ya sea en turnos, en horas extra, en multiplicación de trabajos distintos, aparece como una forma encubierta de resignación cercana a la servidumbre voluntaria.

 La forma de gobernar de Milei junto a los actores que lo sostienen debe ser entendida como signo de los tiempos, y no solo discutida ideológicamente. Si cada vez más el poder de hecho se impone en cada gesto y cada decisión, si la ilegalidad es frecuente en el ejercicio de gobierno, no se trata solo de una cuestión de “estilo”, sino de un cuestionamiento que alcanza a la legitimidad misma del poder soberano y a la ingeniería institucional que debería garantizarlo. Ese cuestionamiento es condición de esa forma de gobernar, en tanto legitima precariamente a quienes se posan en las instituciones montados en su deslegitimación actual. La brecha, cada vez mayor, entre legitimidad y legalidad, habilita un poder de hecho que se vale de dispositivos ajenos a regulaciones que se suelen sostener en una relación de distancia razonable entre legitimidad y legalidad.

Cada vez que la ampliación de derechos gana la escena, distintos grupos sociales celebran y nuestra consciencia izquierdista o progresista atraviesa una suerte de feliz olvido de la distancia estructural entre legitimidad y legalidad. Esos mojones nos hacen pensar que “el sistema funciona”. Pero la reacción por abajo y por arriba, el desprecio de unos y la indiferencia de otros, ahora identificados como una fuerza que se rebela, deja a los espacios políticos y las consciencias militantes mascullando una gramática normativa y normalizante incómoda y desde la cual no logran convocar a nadie más. Tal vez, el mayor estado de impotencia se refleje en la indignación permanente o incluso en la victimización que constata la “crueldad” deliberada de los sectores que gobiernan. Pero es necesario intervenir urgente ante ese signo de nuestra decadencia. Es necesario preguntarnos por nuestro propio principio de crueldad, es decir, la asunción de las condiciones crueles en tanto y en cuento nos permitan actuar, combatir, construir una audacia colectiva.

La paradoja ante la cual nos encontramos consiste en la necesidad de asumir el agotamiento de nuestras instituciones y valores en tanto son aun legales porque fueron legítimos, para sólo así recuperar algo de legitimidad y poder imaginar formas de reinventar la legalidad. Las paradojas no se resuelven, se asumen con coraje. De lo contrario nos espera la negación patológica, la nostalgia gozosa o el cinismo desvergonzado. Como dice un filósofo, “la capacidad de mantenerse en relación con el propio fin” es un modo de alimentar la legitimidad de lo que se instituye. La demostración de que una institución pública, una forma de organización, un instrumento para elaborar lo que nos pasa y dirimir la conflictividad inherente a lo social, no se convierten en excusas para el enriquecimiento de algunos, en medios para la acumulación de poder de los de siempre, en el fondo una estafa más del deseo de poder que forma parte de nuestra ambivalencia constitutiva.

 Es imperioso convocarnos para preguntarnos qué cosas no podemos permitir y cómo combatir. Pero también, para revisar críticamente el discreto encanto de nuestras almas bienpensantes y hacer el esfuerzo de conversar con cualquiera como cualquiera. Creemos que lo que es de todos y todas (tierras, recursos, trabajo, creatividad, etc.) debe ser gestionado a través de instrumentos que nos pertenezcan a todos y cuya legitimidad se sostenga, como conveniencia colectiva o ficción útil. Nos Es necesario afirmar la existencia de asuntos comunes, es decir, no dar por sentado un concepto y un sentimiento que puede resultar ajeno o incluso ríspido a aquellos con quienes se pretende conversar.

La derrota política no nos convierte en víctimas convalecientes, ni la hostilidad del mundo que nos toca es una novedad. Tal vez haya llegado el momento del duelo colectivo, ya que la época no es como la montaña de Mahoma, por el contrario, si no se hace el esfuerzo por comprenderla y encontrar los intersticios que permitan actuar, se aleja más y más. Es necesario averiguar qué nos toca en este momento histórico y agitar, en lo posible, una imaginación colectiva que parece atrofiada. Con la salvedad que la agitación no puede ir acompañada del alarde permanente, por el contrario, requiere cierta sobriedad, como la eficacia de las acciones, como la inevitabilidad de los procesos.

            Una convocatoria que se pretenda política y aspire a la construcción de un pensamiento colectivo hoy no puede reproducir la indignación, no puede rasgarse las vestiduras desde su enunciación. Mejor despojarnos de esas “vestiduras”, aunque sea como un acto de provocación que nos exponga, pudiendo así invitar a los demás a esa misma exposición. Por otro lado, restituir la legitimidad de lo público supone reinventar la legalidad, es decir, crear nuevas instituciones a partir de prácticas que, dentro y fuera de las instituciones existentes que no paran de envejecer, tienen ya en germen o en miniatura algo de esa novedad, de ese deseo de otra cosa. De lo contrario, la trampa está cerca: el riesgo de convertirnos en el espejo de los reaccionarios de hoy, reaccionando en virtud de un estado anterior al que aspiraríamos volver. Nuestro desafío no es volver a ninguna parte, sino, recuperando, conservando, resignificando nuestros legados y tradiciones, explorar nuevas formas de comenzar. Lo que se termina o se agota, incluso lo que traiciona toda fuerza instituyente es aquello que deja de empezar.    

Algo de esto fue comprendido por la Iglesia católica, la más vieja institución política de occidente. El filósofo italiano Giorgio Agamben interpretó la renuncia de Joseph Ratzinger, anunciada el 11 de febrero de 2013, como un gesto límite ante la pérdida de legitimidad de la institución. Cuando el cuestionamiento alcanza no solo a la forma de gobierno, sino a aquello en que se fundamente un poder instituido, difícilmente pueda resolverse “en el plano del derecho”. Escribe Agamben sobre Benedicto XVI: “Este hombre, que era el jefe de la institución que ostenta el más antiguo y pregnante título de legitimidad, con su gesto viene a poner en cuestión el sentido mismo de este título”. En resonancia con tal planteo cabe poner en duda todo intento de restitución de legitimidad de lo público por la sola vía electoral, con sus frases seductoras, sus cambios de posicionamientos de último momento y, finalmente, la aceptación de que, una vez en el mando, es poco y nada lo que se puede modificar. El desafío consiste en explorar nuevas fuentes de legitimidad, tal vez, arraigadas a prácticas concretas, situaciones que logran inscribirse en la cultura, redes intersituacionales…

La crisis de legitimidad de la casa común

La consigna “más Estado”, que en el mejor momento del Kirchnerismo hizo sentido –un sentido, por cierto, no típicamente estatal–, resulta hoy tan vacía como la sentencia “achicar el Estado”, que en los 90 se acomodaba entre la traición política y un nuevo sentido común. Una y otra se correspondieron con la matriz de pensamiento palaciega, topológicamente distribuida entre arriba y abajo. Pero rota la legitimidad que articulaba el “arriba” y el “abajo” a través del imaginario representativo, la pregunta se desplaza: ¿cómo se encuentra lo más singular de las experiencias de personas, grupos y proyectos, con formas de lo común asumidas por éstos como legítimas? Si la legitimidad resulta esquiva a los mecanismos institucionales que la modernidad vio nacer y desarrollarse, pero que nuestra época percibe agotados, ¿cuáles pueden ser hoy las fuentes de legitimidad de mediaciones, procedimientos e incluso instituciones a la altura de lo público? Si desde “abajo” existe un cuestionamiento, en un extremo, a la idea misma de la existencia de “asuntos comunes”, si desde “arriba” todo intento de acercamiento o recomposición no hace más que alejar y engendrar mayor deseo de descomposición, no es precisamente la matriz del pensamiento instituido en la modernidad la que nos permitirá volver a pensar.

Hoy no tenemos más remedio que elaborar una especie de renuncia y afrontar con coraje un pensamiento paradojal. Que desde “abajo” se instituyan los modos necesarios para cumplir las funciones usualmente delegadas “arriba”, sin reproducir lo que se agota, sin espejar lo que se combate y, como diría un pensador tan escrupuloso como libertino, sin amar el poder. Agregamos: sin amar ni desentenderse. Cabe una aclaración más: cuando decimos “pensamiento” no nos referimos a la tarea de los intelectuales, sino a la capacidad que cualquiera tiene de imaginar, registrar algo de su deseo, poner en palabras su malestar, deliberar junto a los demás, analizar posibilidades, retener el goce, soltar algo de placer… entender sobre los conveniente y lo inconveniente. Pensar desde el cuerpo y desde los ecosistemas de los que somos parte. Es la única movilización que de manera situada, impura, arrojada podrá devolvernos algo parecido a una acción política.

El autor es ensayista, docente e investigador (UNPAZ, UNA), codirector de Red Editorial. Integrante del Instituto de Estudios y Formación de la CTA A, y del IPyPP. Integrante del Grupo de Estudios de Problemas Sociales y Filosóficos IIGG-UBA. Autor de Nuevas instituciones (del común), entre otros; coautor de Del contrapoder a la complejidad (con Raúl Zibechi y Miguel Benasayag), La inteligencia artificial no piensa (el cerebro tampoco) (con Miguel Benasayag), El anarca (filosofía y política en Max Stirner) (con Adrián Cangi), entre otros. 

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