‘Forzar el gesto contemporáneo en la literatura puede ser artificial y conservador’


Pablo Maurette presenta La nia de oro Foto Alejandro Santa Cruz
Pablo Maurette presenta «La niña de oro». /Foto: Alejandro Santa Cruz.

Con una arquitectura compleja que permite poner de pie una novela policial pero que al mismo tiempo habilita al lector a desentenderse de los juegos literarios neuróticos alrededor de las pistas para, en cambio, abrazar la lógica de los personajes, el escritor Pablo Maurette cuenta en «La niña de Oro» la historia de la investigación judicial de un asesinato y recupera la postal del Buenos Aires de fines de los noventa, analógica y más propensa a la lógica del azar: «Quise evitar las cuestiones que trajo el smartphone así como el diablo evita el agua bendita».»Entrañables», puede ser la forma más inmediata y cómoda de referirse a los personajes de «La niña de Oro», pero en verdad el trabajo del autor va más allá de cierta capacidad para dejar huella. Maurette alimenta a cada uno de ellos con un pasado, mañas y gustos que operan en un doble juego: por un lado, activan la trama y, por el otro, llevan a explorar los pliegues y las contradicciones más humanas. Silvia Rey es la secretaria de una fiscalía que investiga con obsesión y puntillosidad el móvil detrás asesinato de un profesor de biología, pero -como buena lectora de P. D. James y de James M. Cain- atiende a su intuición con una fe a contramano de lo estrictamente legal. Alrededor de la protagonista orbitan el subcomisario Carrucci que gestiona caramelos Media Hora para evitar fumar, una fiscal burocratizada, y Copito, el taxi boy albino que refleja en su piel todo un contexto marginal.

Buenos Aires es un personaje más. Aparecen los rincones, las costumbres y los encuentros en los bares para retratar la ciudad del ocaso noventista y la antesala de la crisis. Y aunque dos décadas separan a la ficción de la realidad, hay una suerte de esencia porteña perenne que se descubre en el lenguaje, en las marcas que la desigualdad deja en las calles, en el aire enrarecido del ojo del huracán que antecedes a las crisis o en el descreimiento sobre el alcance de la Justicia.

«Pasaban los años, pasaban los casos y Silvia Rey no se acostumbraba a ese espacio brutalmente prosaico que es una escena del crimen. No era horror ni bronca lo que sentía sino pudor. El espectáculo le resultaba escandaloso. La muerte violenta en general, el accidente y el suicidio, pero sobre todo el homicidio le daban más vergüenza que miedo. Luego de la agresión fatal el cuerpo se transforma en un despojo y queda a disposición de otros, de los agresores, de la policía, de los patólogos forenses. Un guiñapo de carne manipulado y manoseado, penetrado, cortado, pinchado, cosido, pegado».

Maurette (Buenos Aires, 1979) tiene una licenciatura en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires, un máster en Griego Bizantino por la Universidad de Londres y un doctorado en Literatura Comparada por la Universidad de Carolina del Norte, Chapel Hill. Fue profesor de la Universidad de Chicago y ahora enseña literatura inglesa y comparada en la Florida State University. Es autor de los ensayos «El sentido olvidado», «La carne viva», «Por qué nos creemos los cuentos» y «Atlas ilustrado del cuerpo humano». Acepta que, aunque escribe ficción desde que ingresó al mundo de la literatura y la filosofía, fue la consolidación de su carrera como ensayista la que paradójicamente lo ayudó a «dejar los flotadores que presta la no ficción» para publicar en 2020 la novela «La migración» y ahora la historia que editó Anagrama. De visita en Buenos Aires, el autor conversó con Télam sobre la arquitectura del libro y el mundo de sus personajes.

Foto Alejandro Santa Cruz
Foto: Alejandro Santa Cruz.

-¿Cuál fue la imagen, la primera idea, que abrió el universo de «La niña de Oro»?
– La escena del comienzo que transcurre en un colectivo que transcurre a finales de los noventa, cuando yo todavía vivía acá. A esa primera imagen fui sumando la teoría vetusta que asegura que los albinos son una subespecie de los Homo sapiens. Junté cosas y en determinado momento empecé a pensar en escribir un policial pero con la sospecha de que no lo iba a concretar porque no conocía ni era un gran lector del género. Pero como pasa a veces en la literatura, se alinearon las estrellas y decidí empezar: hablé con amigos para pedirles recomendaciones, me puse a leer a lo bestia y, durante un cuatrimestre sabático en la universidad, me propuse escribirla.

«Escribir una novela a veces se siente como nadar solo en el mar»

«Es una manera de leer que me aburre muchísimo», confiesa Maurette cuando reflexiona sobre las operaciones de cancelación y señalamiento tan de moda en la literatura y en la cultura en general y que, llegado el caso, también podrían recaer sobre «La niña de oro» que, en medio de un ese mecanismo de relojería, incluye el derrotero delictivo de un brujo africano que opera en el conurbano bonaerense.

-¿Cómo resulta para el ensayista y crítico escribir ficción?
-Creo que me ayuda el hecho de que escribía ficción antes de escribir no ficción. La publicación para mí siempre fue un problema de vergüenza y de inseguridad…Y publicar no ficción me envalentonó porque me sentía más protegido, apoyado en textos citados o relaciones que se establecen; escribía con flotadores. Escribir una novela, en cambio, se siente a veces como nadar solo en el mar, sin los flotadores. Tal vez pienso más determinadas cuestiones alrededor del texto literario que un autor que nunca escribió no ficción o que no fue crítico literario pero no lo siento como un obstáculo. Cuando me doy cuenta que escribo «muy teórico» o que es un guiño a un lector crítico trato de acallar un poco esa voz y eliminar esa veta.

-¿Cómo creés que sería recibida y leída la novela en Estados Unidos?
-Pensé bastante en cómo sería leída la historia del brujo africano, pero no me preocupa. Es una manera de leer que me aburre muchísimo. Y en determinados ámbitos universitarios está muy presente. Me da pena por la recepción de los autores nuevos porque ese filtro llega a la edición y limita mucho qué se publica y qué no. En definitiva, en la literatura en castellano somos mucho más libres y creo que en parte es porque no hay plata. Allá se juegan grandes negocios editoriales y el riesgo de publicar algo que llegado el caso pueda ser recibido con mucho recelo es otro.

– A partir de tu experiencia en la universidad, ¿Cómo se resuelve esto en las aulas?
-Llevo ya muchos años enseñando y nunca nadie jamás se metió con uno de mis programas para señalarme algo o para decirme que faltaban mujeres. Los profesores tenemos muchísima libertad para decidir la bibliografía con la que trabajamos y creo que son las denuncias, que algunas veces ocurren, las que embarran las situaciones. En el aula, la mejor receta es no ser provocador y hay un sentido común compartido de no ser incendiario sin sentido. La censura de verdad viene de la derecha pero no de la izquierda woke que tal vez es tonta pero que no merece semejante histeria.

-Se discute mucho por estos días si el país tiene que invertir en la formación de especialistas e investigadores en Letras y Ciencias Sociales. Te formaste en la Argentina, pero también estudiaste y trabajás desde hace dos décadas en el exterior. ¿Qué te llevaste? ¿Con qué te encontraste respecto de tu propia formación?
– Mi educación secundaria fue en el ILSE y la universitaria en la UBA y fue excelente. Yo estudié Filosofía, después hice un máster en Historia y un doctorado en Letras. Y todavía me parece la mejor propedéutica: llegar a las Letras de la Filosofía. Fue una educación privilegiada que me dio un panorama de mucha profundidad. Sin ser muy exagerado, creo que hoy eso no existe en ningún otro lugar del mundo.

– ¿Por qué creés que pasa eso?
-Porque es anticuado…Vamos a la antigua. En Italia o Inglaterra una licenciatura dura tres años y es una formación muy dispersa. En Europa y Estados Unidos el enfoque está mucho más profesionalizado: se busca que sea práctico, orientado y con el objetivo de conseguir un trabajo. Acá se estudia más y mejor pero claro, después, las posibilidades laborales son muy pocas. Bueno, en Europa tampoco son tan buenas: es muy difícil conseguir un puesto en la universidad. Estados Unidos sigue siendo un muy buen mercado laboral para las personas que se dedican a la enseñanza y la investigación: hay puestos, pagan bien, hay libertad y no hay un sistema de cátedras que genere una estructura piramidal de poder. Los profesores somos átomos y aunque hay un chair de cada departamento, no tiene injerencia alguna en el dictado de las clases.

-En el marco de esa búsqueda teórica y de lector alrededor del género ¿Qué encontraste? ¿Con qué cuestiones del policial te interesó dialogar y con cuáles no?
-Leí, por ejemplo, a Hammett a Chandler, a la autora británica Ruth Rendell que escribe bajo el seudónimo Barbara Vine o la escocesa Denise Mina y también novela italiana. Me interesó pensar el policial desde una óptica amplia que incluyera, por ejemplo, a Patricia Highsmith aunque sus novelas no son estrictamente policiales porque no hay un investigador o un caso. Hice foco en los personajes más que en la trama. Otra cosa que me encantó del género es que, desde sus inicios, tiene un componente autorreferencial. Por ejemplo, se suele decir que Poe lo inaugura con «Los crímenes de la calle Morgue», pero en ese texto ya se habla de novelas policiales. Es recurrente: en los policiales la gente lee policiales. Claro que también me encontré con elementos que no me interesaba transitar: los rompecabezas que hacen que el lector piense que cualquier cosa que aparezca va a tener un rol en la resolución de la trama o los jueguitos tontos con pistas falsas.

-«La niña de oro» también es una novela de personajes. ¿Cómo nació ese ecosistema?
-No pensé tanto en el engranaje de los personajes, fue saliendo en durante la escritura. Sí trabajé mucho la trama policial, ahí estaba parte del desafío porque armar ese mundo es complicado. El personaje de Silvia Rey se enriqueció gracias a mis charlas con una fiscal porque no sabía nada de cómo funciona el sistema judicial argentino cuando investiga un crimen y conocerlo, a su vez, me permitió tomar distancia del policial anglosajón que tiene otra lógica. Ella me contó mucho sobre la dinámica de los casos y me dio acceso a documentos que me permitieron espiar ese mundo.

-Silvia Rey y su padre buscan «duquesas» y «tricotas», un juego de coincidencias y hallazgos que comparten en una lógica lúdica, familiar. Podrían ser las pistas de un caso policial pero también podrían ser los señuelos que un lector encuentra en un texto y que lo lleva a diferentes conclusiones, una dinámica típica de la literatura. ¿Cuál es en realidad la búsqueda de los personajes?
-Es interesante porque fueron varios los lectores que me sugirieron que las duquesas y las tricotas no eran pistas para resolver el crimen. Y no, yo las pensé como parte de un jueguito. La novela tiene muchas de estas cuestiones que un lector atento puede entender como pistas pero que están ahí para alimentar el texto. Sin dudas, leemos el mundo y todo el tiempo estamos buscando repeticiones y coincidencias que dan sentido a situaciones. Silvia Rey y su padre esperan manifestaciones, no van a la búsqueda de duquesas porque ese gesto anula el juego. Pero a la vez, para captarlas hay que estar atento. Mirar el mundo sin distracción y estar abierto a las señales es vital en el juego (y también en la literatura).

-En determinado momento la trama pone en tensión el mundo racional de la ciencia y la investigación con el pensamiento mágico. Es una cuestión muy presente en los debates contemporáneos. ¿Qué se juega en esa pugna?
-Silvia Rey cree que el pensamiento mágico es el modo natural del ser humano de ver el mundo y que el pensamiento científico es esforzado y contraintuitivo. ¿Cómo afrontar así una investigación en nombre de la Justicia? ¿Qué rol tiene la intuición? Eso la vuelve una suerte de paria en la fiscalía, no se la toman del todo en serio porque ella sabe que su rol activa un entramado donde juegan mucho la intuición y la casualidad. Esto, en definitiva, la emparenta más con un brujo que con un policía.

Foto Alejandro Santa Cruz
Foto: Alejandro Santa Cruz.

-La investigación transcurre en una época sin celulares ni redes y da cuenta de un mundo en el que estábamos más atentos a la realidad, a los encuentros fortuitos o a las coincidencias. ¿En qué medida esa marca de época tiene impacta en términos literarios?
-Es algo muy presente. Quise evitar las cuestiones que trajo el smartphone así como el diablo evita el agua bendita. También estuvo determinado por la escena del colectivo con la que arranca la novela, en 1999, un momento en el que yo todavía vivía en Buenos Aires y que me hizo sentir cómodo. Es un mundo que creo que está bueno haber conocido porque da cuenta de otra forma de habitar la realidad: hoy frenamos en un semáforo y revisamos los mensajes, no miramos a los malabaristas con la atención que les presta Silvia Rey. No me interesa el gesto de demonizar a las redes sociales pero odiaría tener que meterme con ellas en una historia. Cuando un libro se propone ser contemporáneo se enfrenta con graves problemas y esto viene de una idea muy básica: ¡La literatura siempre es contemporánea! Aunque escriba sobre el Medioevo lo estoy haciendo hoy y eso deja una marca. Forzar el gesto contemporáneo en la literatura puede ser artificial y conservador.

La presentación de la novela

El autor presentará «La niña de oro» el jueves a las 19 en la librería Eterna Cadencia (Honduras 5574, CABA) en el marco de una charla con la escritora Virginia Cosin.





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