“¡Vas a terminar en Buenos Aires!” es en este historia, la maldición más feroz que una madre judía puede lanzar a su hija de quince años. Pero sólo puede entenderse en el devastado rancho polaco de comienzos de siglo XX donde fue pronunciada, y en el contexto de estas páginas que vuelven con la reedición necesaria de un libro esperado.Vuelve un tema, vuelven los lectores fascinados y aparecen los nuevos. El conjuro materno resulta inolvidable y atemporal ¿De qué Buenos Aires hablamos? En la presentación del volumen, tres voces literarias de lujo atraviesan la frase escuchada a su modo. El libro se presentó este lunes, en “un bar arltiano, en el corazón de Boedo” como rezaba la invitación, con un equipo de lujo: Agustina Bazterrica, Guillermo Martínez y Guadalupe Castagnola –una muy joven “BookToker” con multitud de seguidores– conjugaron el enfoque de tres generaciones de lectores y lecturas, entre las infinitas posibles. La propia protagonista de esta novela es una adolescente atravesando otros mundos etarios cuya perspectiva nos ayuda a entender algo que sigue pasando, en otro modo, en otro lenguaje.
La “red”, además de instalarse en un territorio, atomiza las responsabilidades: por eso es un diseño funcional que sigue existiendo. En el caso de la trata de personas, consigue una casi perfecta invisibilización: no está ocurriendo nada que no se sepa y, en el fondo, se avale. El primer hallazgo de esta novela es ponernos de frente esa perversidad sobre algo que también ocurre hoy, en esta misma ciudad, en esta Buenos Aires distinta de aquella.
Elsa Drucaroff construyó con destreza y enorme trabajo de investigación una novela que –aún sin el poderoso eco social que despierta– es literatura intensiva, narcótica. Con garra de policial, con personajes oscurísimos o radiantes, con roces de época, con guiños equívocos y enigmáticos. “El infierno…” es contenido y continente; es un barco donde navegan las desgracias y se espejan trenes confusos, con varones miserables o casi nobles en su locura, con hombres y mujeres cuya responsabilidad en el conjunto acaba siendo opaca, imprecisa, como la condición dudosa de víctimas o victimarios de quienes habitan este infierno.
La desventura, sellada casi por intuición de la propia víctima, y regada por la maldición de su progenitora, empieza cuando esa chica resulta capturada como un animal o un ser humano en tierras de conquista. En este caso, cazadores americanos viajan a la Europa pobre a buscar presa.
Dina, la casi niña, es cooptada por cierto rufián porteño en un paupérrimo pueblito polaco. Subida a un buque y esclavizada en Buenos Aires por el matón al que ampara la organización mafiosa Zwi Migdal. A su vez con pantalla de “mutual” y conocida en Argentina como “La Varsovia”) La chica es forzada a una pesadilla de ribetes reales que la autora se ocupó de investigar y describe al dedillo. “Druki” (así llaman a la escritora en cercanía) viajó ella misma a Polonia y documentó el mecanismo que hace a su trama; esto permea, pluma mediante, la veracidad que irradian sus líneas.
Cuando entiende que fue emboscada por traición de los propios –parte decisiva de una auténtica “red”– ya camino al calvario, Dina hace verbo interno su revelación, con inusitada claridad y potencia: “Ellos no quisieron saber, yo sí. Yo sé a qué voy, yo entiendo, ahora yo tengo los ojos abiertos”.
El sutíl e insondable alcance de la red de trata: «somos todos; no es nadie»
Lo cierto: la red en cuestión es mucho más amplia de lo que puede constar en expedientes judiciales y escalarse en pesquisas policiales hasta niveles políticos. En ella, gran parte de los miembros, encubridores o cómplices, no se asumen miembros. Diluyen convenientemente su responsabilidad en una provechosa división del trabajo.El mal mismo atomizado, la ignorancia suicida de aquella vecindad polaca, su nazismo entonces incipiente, la crueldad convertida en salud, el patriarcado como ley y religión, son germen de desgracia en este caso. Que se expande voraz, porque la red es más colectiva de lo que se dice: abarca a la familia, a la aldea aquí expugnada por la remañida pero cierta “banalidad del mal” de Arendt.
La babilónica capital de Sudamérica a donde Dina llega con sórdido pronóstico, arranca otra óptica particular, otra posibilidad de extrañamiento para leer nuestra historia, nuestras diferencias: “La ciudad era hermosa, tan hermosa como aterradora (…) aunque estaba ahí para hacer algo horrible, no pudo evitar la alegría de la velocidad del auto, de su ropa nueva, del desfile, de ese mundo que bullía por la ventanilla. Y de estar lejos, muy lejos. Todo el océano en el medio”.
Dina irá a parar a un prostíbulo de Boedo, barrio donde, a su vez, cobran forma los cruces, o “crossovers” literarios: “el rufián melancólico” de Roberto Arlt, y una encarnación del mismísimo aguafuertista porteño. Personaje-autor también llevado al texto en “Fémina infame. Género y clase en Roberto Arlt” reciente ensayo que la hiperactiva Drucaroff acaba de presentar, hace apenas un mes.
“El infierno prometido” fue publicada por primera vez en 2006, antes de la Ley IVE, antes del “Ni una menos” y la “Marea verde”, en un antes que hoy parece prehistórico. Un antes que, como el antes del voto femenino o el divorcio, resulta incomprensible a quienes nacieron a partir del 2000.
Se ha dicho: todavía más allá de consistencia testimonial –en un sentido casi podríamos decir incluso “documental”– de estas páginas, “El infierno prometido” despliega una orfebrería literaria notable. Por precisión de perfiles, por su clima de época, su color de zaguanes, patios, gestos, modismos, aromas, sonidos. Por su manejo de las voces y la traza de sus fisonomías.
Y porque, finalmente, conjuga con la misma fluidez una historia de amor, un drama, y un afiladísimo policial donde el suspenso manda y el deseo trepa, repta, sobrevive a crueldades y dolores. “Todos los cuerpos, el cuerpo” laten y habitan en esta novela tan extensa como vertiginosa, tensa, acaso liberadora.