‘En la literatura necesito indagar sin estar pensando en el punto de llegada’


Foto Victoria Gesualdi
Foto: Victoria Gesualdi.

La novela «Una vida por delante» de Willy Van Broock comienza a finales del 70 con un viaje desde el norte argentino a la Patagonia que sirve para ver cómo una familia se desarraiga ante los ojos de un adolescente, quien inicia su viaje interior, su búsqueda dolorosa de sí mismo: «Dejar el norte es desangrarse y abrazar el sur es echar raíces sobre una tierra helada, inhóspita», dice el autor sobre el protagonista quien tiene mucho del escritor nacido en San Miguel de Tucumán en 1973.La pregunta que atraviesa al personaje de «Una vida por delante», publicada por Orsai, es «¿qué mierda significa ser yo mismo?» es una interpelación que se hace hasta que choca contra toda la brutalidad militar de la colimba y la guerra, una historia en singular pero que se replica en cada lector que vivió una historia similar, en Argentina y en otros países.

Van Broock, quien estudió Arte Dramático en la Universidad Nacional de Cuyo y terminó de formarse con el maestro Carlos Gandolfo, piensa que la autobiografía es algo imposible. No cree que exista. Ni siquiera la biografía existe, para él. «Lo biográfico pretende acercarse a una transcripción de la realidad engañosa. Uno solo puede narrar las impresiones que tiene de un universo extinguido», sostiene en diálogo con Télam.

Foto Victoria Gesualdi
Foto: Victoria Gesualdi.

El actor, director y guionista de series de televisión piensa que es imposible contar el universo cómo fue. «Yo cuento impresiones de partes de un algo que alguna vez sentí, viví, olí. Pero si cada uno de los que compartieron ese universo conmigo tuvieran que escribirlo, lo escribirían de formas distintas. ¿Hay elementos míos en la novela? Miles. Pero son como los vestigios diurnos que quedan de un sueño», explica.

Van Broock publicó varios cuentos en la versión digital de la Revista Orsai. De unos de éstos surge la novela. El escritor dice que después de la escritura se dio cuenta de que el final de «ese cuento» era el principio de la novela. «Cuando quise darme cuenta estaba enterrado de cabeza en una montaña rusa de emociones que duró muchas semanas». Ahí descubrió que los guiones cuentan historias, pero la literatura cuenta el espíritu del que escribe, su forma de ver el mundo. «La literatura son los ojos, la carne, el misterio, el soplo vital en esa persona. El ‘de qué se trata’, al final, es nada más que una percha para colgar el alma», asegura el novelista.

Foto Victoria Gesualdi
Foto: Victoria Gesualdi.

– Uno de los temas de «Una vida por delante» tiene relación con la construcción de la masculinidad, ¿qué te motivó?
– No pretendo decir nada original si afirmo que no escribo porque quiero sino porque no puedo dejar de hacerlo. Una suerte de condena agradable, muchas veces. En relación a «Una vida por delante», una de mis motivaciones fue intentar reflexionar sobre cómo se gestó la construcción de mi propia masculinidad en términos generacionales. De dónde surgió esa masculinidad y si continúan los mismos paradigmas culturales hoy. Pienso en la generación que nació en los setenta y en los ochenta, en el enorme cambio que significó el paso de la dictadura a la democracia, mediada de forma horrible y dolorosa por la guerra de Malvinas. Hoy resulta necesaria la búsqueda de deconstrucción cultural, lingüística y genérica. Sin embargo, cada uno hurga a tientas en su propia tumba, por decirlo de algún modo, o en sus pocos aciertos, y busca algún atisbo de respuesta. Entender esta limitación, para mí, no invalida la deconstrucción. Al contrario. Muchos de los varones que nacimos en los setenta y los ochenta, escuchamos alguna vez a un padre, un tío o un abuelo decirnos: «Hacete -hombre».

Foto Victoria Gesualdi
Foto: Victoria Gesualdi.

– ¿Qué significa esa expresión en esta cultura?
– Bueno, «Los hombres no lloran» es otra máxima de la misma familia. «Vos tenés que proveer», la idea del «macho proveedor», del «macho protector», del que «le lleva la guita a su familia», del que «para la olla», del que se agarra a piñas porque no hay que dejar que a uno «le falten el respeto», y esa idea militarista, estúpida y vertical del respeto entendido como algo íntimamente ligado al miedo, al terror, cuando sabemos que cualquier forma de miedo está vinculada de un modo u otro con alguna forma de violencia. Todo eso, y más, forma parte de la base sobre la que se vio construida mi masculinidad y las consecuencias que eso acarrea. A los trece años esa presión me estalló en forma de violencia. Necesitaba romper cosas constantemente. Rompía casas, autos, ventanas, colegios. Literalmente rompía todo lo que se atravesaba en mi paso. Y a los 18 esa presión cambió de formato y me estalló como ansiedad, ataques de pánico, cuando nadie sabía lo que era un ataque de pánico. Mi papá estuvo años sin entender qué carajo me pasaba, convencido de que era débil de espíritu porque no podía respirar con todo el aire que había a mi alrededor, porque no me faltaba nada e igual me aterraba la idea de que iba a tener que seguir respirando todos los días de mi vida. Finalmente en algún momento de todo ese camino, aquello cristalizó en la escritura, en el teatro, en dirigir, en actuar. Cuando uno es forzado a indagar en la oscuridad del alma por cuestiones de salud mental o física, el camino que descubre es un camino espinoso y escabroso. Profundizar la mirada sobre uno mismo no es, por lo general, algo agradable. Es más bien áspero, duro. Enfrentar la idea de la muerte, de la propia muerte, de forma diaria, constante, sin que el miedo desparezca, es formativo, vertebral, definitorio y acaba siendo constitutivo del carácter, del espíritu. Uno crece contra su voluntad y nada de eso tiene que ver ni con endurecerse ni con hacerse hombre. Más bien lo contrario. Esos endurecimientos provocan lesiones que hacen estallido, que rompen. Fuerte es un junco que se dobla con el viento y la marea, y vuelve a su lugar, no el árbol que se parte. Y eso que me tocó nacer blanco, heterosexual y hegemónico. Jamás en mi vida he sido discriminado ni por mi color de piel, ni por mi sexualidad. Más bien lo contrario, he sido ponderado por estas cosas. Entonces no puedo más que imaginar lo que significa estar en otros zapatos y ante eso lo único que puedo hacer es ofrecerme con humildad, tender una mano, un oído, entregar mi mirada, aprender y callar. Escribiendo. Me refiero a la literatura. Escribir guiones me apasiona, pero son universos distintos.

– Si la escritura y la ficción están en ambos. ¿Por qué son tan distintos?
– Llevo muchos años trabajando como guionista de series de plataforma y también de TV donde se trabaja a pedido. Ese trabajo viene siempre con una trama prearmada: «Es una serie de dos policías que…», «Es una tira de cuatro familias que…». Hacen mucho hincapié en la trama. Y se trabaja sobre algo que se llama estructura americana, o de tres actos, donde uno tiene que conocer el final de la historia, luego definir el principio, los puntos de giro, armar el planteamiento en un número definido de páginas, los actos también. Y a pesar de que he sido bastante rebelde con eso y me lo han aceptado muchas veces, también he tenido que ceder y armar todo ese bodoque estructural, personajes y demás, antes de poner una línea de guion. Cosa que me cuesta mucho porque siempre me adrenaliza la página en blanco. Puedo trabajar de esta forma un guion, pero elijo no hacerlo en la literatura. En la literatura necesito hurgar en mí, conocer otros mundos, indagar en otros, sin estar pensando en el punto de llegada. Es mi ciencia básica, mi fuente de abastecimiento. Me interesa lo que me provocan las cosas, no hacia dónde voy. Total, no tengo que lidiar con temas de presupuesto, ni de tiempos de entrega, ni actores, ni productores, a pesar de que los amo y me apasiona escribir y dirigir. Pero entiendo qué mundo es para mí y qué mundo no. Actuar, lo sé hacer, pero no es mi mundo, la fama la toqué de costado y me fui de ahí un día que me di cuenta en el subte que no podía mirar el mundo de los otros porque me estaban mirando a mí. Este no es mi mundo, pensé, y me fui. No tenía ataduras y pude irme.

Foto Victoria Gesualdi
Foto: Victoria Gesualdi.

– ¿Por qué decidís publicar en Orsai? ¿Qué pensás en relación a su política editorial?
– Mi historia con Orsai está atravesada por la casualidad y la suerte. Hace varios años yo era cabeza de equipo en una tira del prime time y la productora me puso en el equipo a un flaco que no tenía experiencia en televisión, al que le decían Chiri. «Viene del palo de la literatura», me dijeron, «necesitamos que lo guíes». Esa es la casualidad. Pegamos muy buena onda de entrada y nos hicimos amigos. Pasó el tiempo, terminó la tira, yo me fui a México a rodar una serie enorme, y volví con todo el tiempo del mundo para escribir la novela. Cuando tuve el manuscrito terminado se lo mandé al único flaco que conocía que venía del palo de la literatura: El Chiri, que resultó ser socio de Casciari en Editorial Orsai. Él fue el primero en leer la novela y apenas la terminó, me llamó muy conmovido y me dijo: «Esta novela te la publico yo». Aquí está. Ellos tienen una forma muy personal de distribuir la revista y son muy especiales para elegir lo que publican. Les tiene que gustar. Coincidió que a ellos les gusta cómo escribo yo y a mí me gusta cómo publican ellos. Me hacen sentir en casa siempre. Ahí está la suerte.





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