el crecimiento de la ultraderecha y un modelo en jaque con efectos en toda Europa


Hay dos fenómenos que se entrelazan en una clave de lectura sobre la elección de Alemania. El alza de la extrema derecha no debería sorprender. Es más bien el síntoma de un problema estructural del país cuyos primeros indicios asomaron en los ’90. Pero su condición de posibilidad es la crisis fenomenal del modelo socioeconómico alemán, que muchos en Alemania ponen ahora en cuestión. Alimentándose uno a otro, esos dos factores agravan la crisis interna y, en virtud del peso específico del país, derraman sus efectos de un modo inevitable sobre el futuro europeo.

Días antes del comicio, el título principal de portada del diario conservador Die Welt indicaba que “la migración es el principal tema para el elector alemán”. En rigor, nunca llegaron tantos refugiados como en estos últimos tres años: 1,2 millones más 800.000 demandantes de asilo. “Es un numero inédito desde los años 40”, comentó con sorpresa Gerald Knaus del laboratorio Iniciativa de Estabilidad Europea. Esos arribos meten presión en los servicios sociales y muchos votantes han reclamado un freno, incluso deportaciones, aun cuando el envejecimiento de la población alemana requiere de los extranjeros como valiosa mano de obra. Encima de todo, varios atentados recientes de “sin papeles” reforzaron la imagen que liga inseguridad e inmigración.

La vieja política

Pese a que todo potencia el crecimiento del partido AfD, cuyo apoyo se duplicó en 10 años, sería errado suponer que su auge sólo expresa una crisis de seguridad. Más bien, la emergencia de estos extremismos, con cuotas nostálgicas del pasado nazi, es el signo más visible de que una vieja era política entra en su ocaso. Los ultras representan una línea que se ha cruzado en toda Europa y de la cual la crisis del Parlamento francés es el ejemplo más ensordecedor.

Históricamente, los primeros indicios de una protesta entonces en ciernes ya se percibían tras la reunificación de Alemania a fin de los ’90, cuando los habitantes del viejo este comunista se veían rezagados ante sus compatriotas del oeste capitalista. La zona mal cosida del modelo alemán se exhibía allí.

Alice Weidel, colíder del partido Alternativa para Alemania (AfD), habla durante una fiesta electoral en la sede del partido en Berlín, Alemania. Foto AP

El viernes 28 de enero, Die Welt marcó la preocupación de la élite del país con un contundente y único título de portada: “La crisis económica es ahora”. Sonó como un grito desesperado, replicado días después por una larga crónica del Handelsblatt, el principal diario comercial, con un demoledor primer párrafo: “La economía alemana se encuentra en el período de debilidad más largo desde la posguerra (..) La producción manufacturera se contrajo en cinco de los últimos seis años. Y el PBI caerá en 2025 un 0,1% por tercer año seguido por primera vez en la historia de la República Federal”.

Como dijo el analista berlinés Max Krahé “el estancamiento es más que una cifra, es un verdadero veneno para la imagen que se hace Alemania de ella misma”. Es la erosión del poder simbólico lo que gravita aquí: la nueva identidad alemana se construyó sobre el éxito económico tras el nazismo.

Son los fundamentos del modelo los que crujen. Otros países producen mejor y más barato productos que eran el orgullo alemán. El ejemplo del automóvil es vital. La industria explica el 26,8% del PBI y sigue perdiendo plata. China ya no necesita autos alemanes porque los fabrica ella misma. Y Alemania va atrás en la innovación del auto eléctrico. VW, el mayor fabricante europeo, despedirá 35.000 trabajadores de aquí al 2030, nunca visto en los 87 años de la firma. La automotriz arrastra otras industrias que dependen de ella como el acero, químicos y autopartes.

Las barreras arancelarias de Trump son otro golpe al modelo exportador alemán. Y el previsible fin del paraguas militar de EE.UU, junto a la amenaza rusa, obligará a más gastos en defensa, lo que implica recortes en las pensiones y seguridad social, el corazón del Estado de Bienestar armado por Bismarck en el siglo XIX.

En su libro “Kaput: el fin del milagro económico alemán”, el prestigioso analista Wolfgang Münchau afirma que recientemente “Alemania ha gestionado mal su capitalismo industrial y se equivocó a nivel tecnológico y geopolítico”. Ese modelo, cuyo origen se remonta a la posguerra y basado en una industria sólida, fuertes exportaciones y alianzas políticas, llegó a su cúspide entre 2005 y 2015. Lo ayudó la reforma laboral del ex canciller Gerhard Schröder, el gas barato de Rusia y la creciente demanda china.

Pero ese modelo se agotó con el declive de industrias esenciales, con la poca diversificación productiva, la falta de inversión en infraestructuras y una incapacidad alemana para adaptarse a la revolución digital. Su economía recostada en Rusia y China se convirtió en su vulnerabilidad estratégica actual. “Alemania -dice Münchau- es ahora el reflejo de una Europa incapaz de adaptarse al cambio”.

Necesariamente todo este cuadro despierta incertidumbres entre sus socios europeos, agravadas por el liderazgo extorsivo de Trump en su alianza con Moscú y el inaudito apoyo de su staff a la AfD. Está claro que los problemas alemanes no son sólo internos. Sin un crecimiento sólido, Alemania no sólo tendrá problemas para contener la expansión de la protesta social y su voto a los extremos. Como mayor contribuyente del bloque europeo, tampoco tendrá margen para apoyar a sus aliados, en especial Kiev, lo que comprometerá la estabilidad regional.

De tal modo, la tarea del futuro canciller será colosal. Si surge de un gobierno débil complicará las enormes dificultades que experimenta la potencia europea dentro y fuera de casa. El favorito para el puesto, Friedrich Metz, no exageraba el viernes cuando definió el escenario con Trump al mando, “Es no sólo un cambio de gobierno en EE.UU. sino un rediseño del mapa mundial”. En ese preciso contexto asoma la elección de este domingo.

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