Existe una genealogía literaria alimentada por escritoras y escritores como Selva Almada, Gabriela Cabezón Cámara o Sergio Olguín, que recoge el guante de una Justicia a veces tardía o indiferente y retoma sin perder el pulso literario historias reales de abuso o femicidio: aquí un repaso sobre esa cartografía, tras la sentencia de 10 años de prisión contra el excomisario Claudio Sarlo por abuso sexual gravemente ultrajante contra su sobrina Belén López Peiró, quien en paralelo al proceso publicó dos libros sobre su experiencia, «Por qué volvías cada verano» y «Donde no hago pie».Esta semana en la vida de la escritora Belén López Peiró por fin coincidieron la búsqueda reparadora de la ficción con la del sistema judicial. Esta confluencia tuvo un costo muy alto: la Justicia tardó nueve años en los que se pasó engrosando un expediente de 500 páginas para dictaminar finalmente la culpabilidad de su tío en las violaciones reiteradas que sufrió durante tres años en los veranos que pasó en el pueblo agrícola de Santa Lucía, adonde sus padres la enviaban para poder continuar con sus rutinas laborales.
«Se acabó. Ya está. Terminó. C’est fini. Me liberé», relató en una columna de opinión publicada en el diario español El País. La experiencia traumática empujó su lanzamiento a la escritura, al principio como una manera de atenuar el silencio cómplice de una parte de su entorno y de registrar las distintas facetas de su dolor: primero reconocerse como víctima, luego sustraerse de ese lugar para no quedar coagulada en el dolor y por último activar una vía que le permitiera achicar el lugar de esa experiencia en su vida cotidiana. Todo eso está contenido en su primera novela, «Por qué volvías cada verano», publicada en 2018.
Más tarde, la rutina aletargarda de la Justicia para evaluar la responsabilidad del tío, un excomisario que circulaba libremente por su pueblo sin que pesara sobre él más mínimo crédito a la imputación de su sobrina, dio lugar a una segunda obra, «Donde no hago pie», en la que López Peiró recupera el episodio desde una dimensión burocrática y procesal que prolonga los efectos del abuso con un raid de artilugios para extender la impunidad del acusado, alegatos indignantes y un testimonio que debe volver a dar una y otra vez, como si su voz quedara enmudecida ante el engranaje legal.
Escritos en clave autobiográfica o bien asumiendo la voz de quienes no pueden poner el trance en palabras, junto al de López Peiró en los últimos años surgieron un conjunto de textos que rompen un poco la soledad de la víctima, la superviviente que cuando empieza a denunciar muchas veces es manipulada y abandonada por todos -primero la familia, después, los que comparten trama en esa historia de abuso-, y en solitario debe sostenerse en sus convicciones aún a riesgo de ser derrotada judicialmente al final. ¿Qué hace la literatura, qué es literatura en esos casos?
Cuatro meses después de la Justicia tucumana absolviera a los 13 imputados por la desaparición y prostitución de Marita Verón, la joven secuestrada y desaparecida en 2002 por una red de trata cuando tenía 23 años, María Moreno presentaba en un lugar del barrio porteño de Abasto la novela gráfica «Beya. Le viste la cara a dios», una adaptación que lanzaba el sello Eterna Cadencia de un texto anterior de Gabriela Cabezón Cámara que esta vez reaparecía ilustrado por Iñaki Echeverría.
En ese encuentro, agradecía Moreno que Beya, la heroína de esos octosílabos de cadencia mística y gauchesca que cuentan el virtual Vía Crucis de una chica secuestrada por una red de trata, no apareciera erotizada, que Echeverría señalara sin aspavientos ni morbo sus moretones y ojeras, que ni aún vencedora en su traje de dominatrix, con su capa robada a la Virgen de Luján la irguiera en Mujer Maravilla, que aún levantando las piernas para ponerse una bombacha la mostrara con líneas enclenques, que cada cuadrito mostrara rejas y armas, que evocara tabicamientos y la noche oscura del alma.
Otra síntesis lúcida de lo que esa literatura pura significó para ese momento de la Argentina, casi profetizando, la hizo Leonardo Oyola: «Este libro es jugar al truco mostrando las cartas -dijo-. Que se siga mintiendo todo lo que se necesita mentir, que de nuestra parte sólo vamos a responder no quiero. Un día nos vamos a enganchar, aunque sea para el tanto, y va a ser lindo verlos irse al mazo, justicia poética que le dicen, justicia y punto».
«Chicas muertas» (2014), texto anterior al NiUnaMenos escrito cuando la palabra femicidio no existía, es otro de esos libros emblemáticos. Selva Almada reconstruye los asesinatos impunes en tres pueblos de provincia de tres chicas de 15, 19 y 20 años -Andrea Danne (Entre Ríos), María Luisa Quevedo (Saenz Peña, Chaco) y Sara Mundín (Villa María, Córdoba)- en los 80, periodo del retorno de la democracia, con una novela ficcional que construye a partir de expedientes judiciales, la experiencia propia y entrevistas con allegados a esas jóvenes, dando cuenta de la idiosincrasia rural de un país donde la naturalización de la violencia misógina no había sido puesta en entredicho.
Aunque las operaciones creativas emprendidas por Almada pueden tener sus antecedentes en referentes históricos del periodismo narrativo -John Hersey con «Hiroshima» (1946), Truman Capote con «A sangre fría» (1965) o Rodolfo Walsh con «Operación masacre» (1957), «Chicas muertas» irrumpe en una necroliteratura de provincia que convoca a un lector universal. Si bien ese libro es un grito que rescata crímenes ignorados por el Estado, el periodismo y la sociedad, si bien la investigación que le dio forma fue en solitario, está claro que no es solitaria su escritura.
Cuando en el epígrafe de «Chicas muertas» Almada copia los versos de Susana Thénon: «esa mujer ¿por qué grita? / andá a saber / mirá qué flores bonitas / ¿por qué grita? / jacintos margaritas / ¿por qué? / ¿por qué qué? / ¿por qué grita esa mujer?», inscribe a ese libro en una genealogía de mujeres que miran a otras mujeres que no pueden hacerse escuchar y toman su voz.
De chicas muertas, también inspiradas en hechos reales capturados por la maquinaria simbólica de la novela, trata «Las extranjeras», el libro de Sergio Olguín escrito el mismo año que el de Almada, y en el que ficcionaliza el caso de dos turistas francesas abusadas y asesinadas en Salta en 2011, por el cual hay un hombre cumpliendo una condena pese a que el padre de una de las víctimas sostiene que es inocente y sigue reclamando el esclarecimiento de este episodio que según algunas sospechas podrían estar involucrados integrantes de familias poderosas de la provincia.
El autor de «La fragilidad de los cuerpos» sitúa en esta escena a su investigadora fetiche, la periodista Verónica Rosenthal, y vuelve sobre la historia con su referentes adulterados:la trama se ubica en Yacanto del Valle -un pueblo ficticio en Tucumán- y el doble femicidio tiene como víctimas a una turista noruega y otra italiana. La operación mimética de tomar un episodio de la realidad y reproducirlo con variantes le sirve al escritor para instalar la hipótesis de que muchas veces detrás de una modalidad de crimen hay una sociedad que avala indirectamente a partir de las tramas de poder que habilita.
Olguín sobreimprime sutilmente la evocación de otros casos policiales que tuvieron lugar en el noroeste argentino -como el de Paulina Lebbos en Tucumán y o el de María Soledad Morales en Catamarca- para hurgar en la huella social que plantea como pesquisa paralela la perpetración de un crimen singular, especialmente en casos donde se adivina un sustrato patriarcal y político. «Son chicas abusadas y asesinadas generalmente después de algún tipo de fiesta o reunión de la alta sociedad. Y siempre hay vínculos con sectores del poder que esconden a los verdaderos culpables de los asesinatos», decía Olguín cuando publicó la novela.
«El invencible verano de Liliana», de Cristina Rivera Garza, Premio Iberoamericano José Donoso, llega en 2021, después de una pandemia introspectiva y tanática, después de que la performance del colectivo chileno Las Tesis apuntando a cámara con el índice y diciendo «el violador eres tu» fuera replicada por millares de mujeres en todo el mundo mecidas por la marea verde que en Argentina logró la interrupción legal del embarazo. Después de 30 años de que la hermana menor de la autora, su única hermana, fuera asesinada por un novio de la adolescencia, dolido porque la chica de 20 años lo dejaba para irse a Londres a terminar sus estudios de arquitectura.
El libro da cuenta de una inventiva y una lírica que marcan un antes y un después en la literatura en español de la violencia de género, porque conjura el lenguaje de una maquinaria patriarcal que persiste más allá de las luchas feministas dando voz, echando luz y poniendo el foco sobre el asesino. Rivera Graza recupera la experiencia vital de esa hermana, hace énfasis en su perspectiva y no en la del perpetrador, en cómo ella veía las cosas, en las cosas que no veía. Está el violento, pero «el punto del libro es la vida de Liliana. Todo lo que perdimos cuando la perdimos a ella», repite la autora entrevista tras entrevista.
En la obra trasciende que el asesino entró cuando nadie lo esperaba en el departamento de Azcapotzalco donde vivía Liliana y que la mató. Trasciende su nombre: Ángel González Ramos, y el de su madre y hermanas: Irma, Verónica y Adriana, porque son quienes lo ayudaron a escapar a Estados Unidos donde habría vivido bajo el alias de Mitchell Angelo Giovanni hasta que murió el 2 de mayo del 2020. Trasciende que nunca fue juzgado y que ahora la Justicia mexicana estaría trabajando para confirmar si el muerto fue el femicida.
Nada más escribe Rivera Garza del asesino, a contracorriente de toda una industria cinematográfica y editorial que produce dinero y poder a partir de cuerpos violentados de mujeres, preferentemente jóvenes. Lo hace como una forma de torcer la narrativa del patriarcado, la que sigue creyendo en el crimen pasional aunque ya se lo tipifique como femicidio, la que sigue culpando a la víctima, la que niega que hay todo un sistema detrás del asesino que valida ese cúmulo de violencias cotidianas y extraordinarias contra las mujeres.
Fundadora del doctorado en Escritura Creativa en español en la Universidad de Houston, escribió este libro usando todos los géneros literarios posibles, a modo de reconstrucción de un expediente que no existe, parte de los vericuetos de una justicia que son también los de la impunidad, y como expediente amoroso-afectivo surgido de la misma voz de esa hermana que encuentra en los textos, fotos, cartas, poemas y cuadernos de esa caja que nadie tocó en 30 años, y recuperado de la voz de amigos y familiares que, con la reconstrucción del paso de Liliana por la Tierra, pueden volver a nombrarla, integrada en una cotidianeidad silenciada por el duelo y la indiferencia
Como en el caso de López Peiró, Belén Zavallo (Paraná, 1982) también apeló a la literatura, pero no solo para adelantar algo del gesto reparador que a la autora de «Por qué volvías cada verano» el sistema judicial le otorgó más tarde, sino para expurgar el martirio adicional que le provocaron quienes debían juzgar un delito horrendo. Es que en «Las armas», la autora cruza su propia historia, desde los abusos a los que fue sometida desde muy pequeña y su matrimonio violento hasta la violación grupal de su hija, con el plus de un proceso legal que sostiene la impunidad de los violadores y descarga la furia acusatoria sobre la víctima.
En esta obra donde lo confesional se abre paso a un lirismo desgarrado y magnético, la violencia vincula los mundos de la chica de pueblo que se casa sin amor ni pasión ni esperanza y que más temprano que tarde descubre que está atravesada por el espanto de la violencia, con lo que ocurre varios años después y a 400 kilómetros de distancia, cuando su hija de 15 años es violada por cuatro varones. “Le vi los pies abollados de moretones. Machacados. La habían arrastrado y ahora yo tampoco sabía cómo se caminaba”, escribe Zavallo.
Guiada por los rastros autobiográficos, la violencia es el gran tema de esta historia, una violencia que no es propiedad de varones sino que hace pie en un sistema que involucra a otras mujeres y a las instituciones que revictimizan o no dan respuesta. «En la novela por eso también como en la vida, donde siempre es más duro el tránsito, están esas ponzoñas en bocas de varones y de las hembras que le alimentan el veneno. La fiscal de género, la psicóloga con hijas de la misma edad, la chica que le grita ‘violada de mierda’, esas mujeres ficcionalizadas que fuera de la obra una se cruza y padece. La literatura es más potente porque te permite hacer visible la verdad», decía la escritora a Télam hace unos meses.
Con un enfoque más heterodoxo que incluye a mujeres y varones que siendo niños han sufrido abusos en contextos intrafamiliares o institucionales, en 2021 se publicó «Somos sobrevivientes», un libro integrado por ocho crónicas de abuso sexual en la infancia, narradas por escritores reconocidos como Claudia Piñeiro, Fabián Martínez Siccardi -autor además del prólogo del libro-, Gabriela Cabezón Cámara, Sergio Olguín, Dolores Reyes, Claudia Aboaf, Félix Bruzzone y Juan Carlos Kreimer.